El lenguaje determina cómo pensamos y entendemos el mundo; cada palabra que usamos lleva un peso histórico y un significado que no es neutral. Cada interpretación puede limitar nuestra visión o abrirnos a nuevas realidades. Por eso, es crucial entender los poderes e intereses en juego y recordar que tenemos la posibilidad y capacidad de cuestionar definiciones, incluso de términos como “terrorismo”.
Durante la Revolución Francesa, esta palabra se empleó por primera vez para identificar la represión del gobierno contra sus propios ciudadanos. Con el tiempo, el concepto, modelado por la política y las emociones, se amplió, y hoy se utiliza para describir las hostilidades de fuerzas no oficiales. 
A pesar de la diferencia de criterios, en general hay un acuerdo tácito, de que terrorismo implica violencia; sin embargo, la situación se vuelve más compleja cuando se intenta clasificar esta agresión. ¿Qué hace que un acto y que quien lo ejecuta sean considerados terroristas?
El principal punto de conflicto para alcanzar un significado compartido y general, surge entre quienes apoyan y quienes se oponen a los movimientos de liberación que luchan por su autodeterminación. Bien sabemos, que cada vez que un pueblo intenta decidir su propio destino mediante mecanismos de violencia, es catalogado como terrorista. Esta divergencia de perspectivas ha impedido que ni siquiera en las Naciones Unidas se forme un consenso universal sobre qué es terrorismo.
Terrorismo de Estado
Anthony Richards se centra en una figura subestimada: el gobierno. Él explica que cuando una administración utiliza la violencia para mantener el control, suprimir a disidentes o avanzar en sus objetivos geopolíticos, lo hace con un nivel de poder institucional que agentes no oficiales simplemente no tienen. Bart De Schutter y Christine Van De Wyngaert profundizan en esta idea, y consideran que a diferencia del terrorismo no estatal, que suele ser breve y reactivo, el estatal es estructural y diseñado a alcanzar objetivos a largo plazo. Las tres miradas concuerdan en que la naturaleza sistemática—financiada y respaldada por recursos, junto a la legitimidad gubernamental y las narrativas de seguridad nacional—supera a las ofensivas aisladas de combatientes irregulares y pueden representar una amenaza significativamente mayor. Mientras que los atentados extremistas de gran impacto pueden causar daños inmediatos, las acciones de un estado reconfiguran sociedades, desplazan a millones, fomentan décadas de inestabilidad; mientras evitan la crítica y condena que normalmente se reserva para facciones insurgentes.
Hemos escuchado con frecuencia frases como: “no negociamos con terroristas”, “terrorismo islámico” y “la guerra contra el terrorismo”. Académicos como Noam Chomsky y David Harvey argumentan que esta etiqueta busca justificar intervenciones militares. Michael Walzer, agrega que la noción de derrotar un elemento abstracto o un enemigo no tangible como el “terrorismo” posibilita que las incursiones armadas de países como EE.UU sean indefinidas. 
El autor Giorgio Agamben plantea que al calificar a una persona o grupo como terrorista se crea un “estado de excepción”, lo que permite a los gobiernos operar fuera de los límites de la ley. Chomsky añade que esto faculta la implementación de medidas inhumanas con total impunidad, como se ha visto en Guantánamo y Abu Ghraib donde hasta ahora ningún presidente ni alto funcionario ha enfrentado cargos. Pero no es solo EE.UU quien se ampara detrás de leyes antiterroristas. Estas regulaciones facilitan la represión en Rusia, los “campos de reeducación” en China y encarcelamientos y ejecuciones sumarias en Irán. Solo ayer, 17 de octubre de 2024, la policía británica allanó la casa del periodista Asa Winstanley en Londres, porque la Ley de Terrorismo de 2006 los habilitan.
Instituciones internacionales como las Naciones Unidas y la Corte Penal Internacional fallan repetidamente en responsabilizar a todos los actores de manera equitativa. Las desapariciones forzadas durante la dictadura de Pinochet en Chile; la tortura bajo el régimen militar de Videla en Argentina; las ejecuciones públicas en Corea del Norte dirigidas por Jong-Un; y la brutal represión en Irán durante el Movimiento Verde en 2009 y las protestas por Mahsa Amini en 2022; resaltan cómo la violencia estatal se utiliza para mantener el control y silenciar la disidencia; y como las autoridades eluden las mismas reglas que ayudaron a crear.
El doble estándar en la política internacional ha sido extensamente criticado por diversos académicos. Edward Said sostiene que la construcción deliberada de una narrativa que demoniza a las culturas árabes y musulmanas, ha excusado las intervenciones y la violencia de Occidente, mientras que las resistencias locales son encasilladas de terroristas. Con una postura afín, Slavoj Žižek afirma que, en nombre de la libertad o la seguridad nacional, las democracias liberales avalan el uso de la fuerza, pero condenan a otros por prácticas similares—incluso idénticas. 
Entonces, ¿qué es terrorismo? Creo que esa es una pregunta que cada uno debe explorar. Desde mis principios éticos, la violencia es violencia, sin importar su origen o la estructura que la intenta justificar. Si consideramos que el lenguaje no solo refleja, sino que también construye la realidad, condiciona la percepción, y tiene el poder de acercar o fragmentar la sociedad, me pregunto: ¿qué sucedería si toda la violencia se nombrara como tal? ¿Podríamos cuestionarla de manera más equitativa? ¿Resultaría eso en un mundo más justo? ¿Apreciaríamos nuestras similitudes en vez de nuestras diferencias.? ¿Nos llevaría a ser más compasivos?
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Lecturas recomendadas:
• Noam Chomsky - Hegemony or Survival
• David Harvey - The New Imperialism
• Anthony Richards - Conceptualizing Terrorism
• Edward W. Said - Orientalism
• Michael Walzer - Arguing About War
• Slavoj Žižek - Violence: Six Sideways Reflections
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